"Amistades en la era digital: ¿precariedad o falta de generosidad por culpa de las aplicaciones?"
Recientemente, además de los fumadores, son los usuarios de Bizum quienes se aglomeran en la entrada de los restaurantes mientras envían dinero al amigo que acaba de saldar la cuenta de todos. “¿A quién le hacemos Bizum?” se ha convertido en la pregunta más recurrente al finalizar una comida o cena. Al menos entre los jóvenes, resultan casi exóticas y difíciles de imaginar aquellas escenas propias de una novela de Rafael Chirbes: alguien saca la billetera y ofrece una ronda a toda la barra, incluyendo a los desconocidos; o se levanta en medio de los postres, simulando que va al baño, y le solicita la cuenta a un camarero que, antes de entregársela, debe asegurarse de que esa persona haya sido la primera en su mesa en mostrar la intención de pagar. Parece ser una cuestión puramente económica: paga quien puede, dividen quienes lo requieren. Sin embargo, como sucede casi siempre cuando se habla —o se elude hablar— de dinero, las implicaciones culturales son infinitas, y la generosidad y la avaricia (o el despilfarro y la prudencia) dependen casi tanto de la edad, la ideología y la tecnología que utiliza cada uno como del saldo de su cuenta bancaria.
Hace algunas semanas, la joven filósofa Leonor Cervantes se quejaba en su columna en el diario Público de que los avances, al menos teóricos, en el terreno de los afectos y las redes de cuidados nunca alcanzan las necesidades relacionadas con el dinero. Lo contaba así: “En este deseo por compartirlo todo: secretos, lágrimas y esperanzas… nuestras cuentas corrientes se quedaron fuera. En este asunto, la política continuó siendo que cada una gestione la suya propia”. Del otro lado, además, los discursos relacionados con el mérito y el sacrificio individual también presionan (sobre todo en redes sociales), así que cada vez es más infrecuente la generosidad entre amigos, sirva para salir de un apuro económico o para pagar un aperitivo.
No es solo la precariedad: determinada visión del mundo, el afán por controlarlo y medirlo todo (con aplicaciones que monitorizan gastos, ahorro e inversiones en tiempo real) y un ecosistema tecnológico que permite exprimir económicamente cada resquicio de nuestras vidas (Blablacar, Vinted, AirBnB, etcétera) nos están volviendo más tacaños o, como mínimo, más precisos.